Colonia de El Cabo (África del Sur). Septiembre de 1899.
La locomotora empezó a
aminorar la velocidad anunciando inequívocamente la proximidad de la estación
de destino.
Los
pasajeros del único vagón de primera de un convoy de diez coches se
desperezaron unos o echaron mano de sus bolsas otros. Eran veintidós personas
en total. El revisor, asegurándose de que todos habían oído sus indicaciones
pasó junto al último compartimiento. Lo ocupaban un caballero, ya entrado en
años, de cabello gris y barba, al estilo de Lord Salisbury, también gris y un
joven de pelo oscuro y con la piel tenuemente bronceada de los meridionales. El
revisor abrió la puerta y se dirigió al de más edad.
-Faltan quince minutos
para llegar a la estación de Kimberley. ¿El indio es su criado, caballero?
El
caballero iba a responder cuando el joven apartó a un lado la revista que leía
y miró al revisor con evidente desdén.
-¿Se
refiere usted a mí llamándome indio, señor? Permítame preguntarle cómo ha
llegado a esa conclusión sin haberme visto nunca antes de ahora.
El
revisor evidentemente molesto, y visiblemente contrariado por una respuesta que
no esperaba, arrugó el entrecejo antes de replicar.
-Doce
años llevo en los ferrocarriles de El Cabo y de Natal. He visto cientos como
tú. Niños de familias ricas que estudian en Oxford y luego se creen que son los
dueños del mundo, o pequeños bastardos que se creen ingleses sólo porque la
mitad de su sangre lo es. No te equivoques muchacho, yo os huelo a una milla.
El
joven esbozó una sonrisa socarrona al tiempo que repondía.
-Entiendo.
Entonces debo descubrirme ante un inglés de pura cepa como usted, ¿no es así?
-No
eres tan tonto como la mayoría de tus paisanos-respondió con suficiencia.-Si
nos guardáis el respeto debido y adecuado todo irá a las mil maravillas.
Veamos, la multa por infligir el reglamento de viajeros es de...
El
joven se puso en pie con parsimonia. Era bastante alto y se le adivinaba de
complexión fuerte. El flequillo, pasado el efecto del fijador, caía
lánguidamente sobre el párpado izquierdo, confiriéndole un aspecto casi
siniestro. Se colocó un cigarrillo en los labios y lo encendió rascando una
cerilla con el pulgar. Exhalando una fina nube de humo miró fijamente al
revisor.
-No
sé a quien pretende usted engañar-dijo endureciendo el tono de su voz.
–Pretender pasar por inglés cuando usted no es ni siquiera británico.
-¿Cómo
has dicho? ¿Qué yo no soy británico? Maldito babu_, ¿cómo te atreves? Haré
que te arrojen del tren ahora mismo.
El
otro viajero se levantó con la presteza que le permitía su edad y se puso entre
los dos interlocutores.
-Por
favor señores. Tengan un poco de calma.-Luego, mirando al revisor,
añadió:-Llevo viajando con este joven varias horas y nada en él me ha hecho
pensar que no sea blanco. En cuanto a usted, estoy seguro que es usted tan
inglés como...
-Como
Holanda...-cortó el joven.-No se engañe, caballero. Este individuo es un boer
de El Cabo, uno de esos que se creen más británicos que la Reina. ¿O es que me
equivoco?
El revisor,
confuso por el inesperado parlamento, abrió los ojos entre enfurecido y
asombrado.
-¿No
sabe qué decir?-añadió el joven saboreando el cigarrillo. –Tal vez debiera ser
un poco más considerado con quienes sí somos británicos. Al menos se ahorraría
la vergüenza de que descubran que aparenta lo que no es.
Desconcertado, el revisor agachó la cabeza y
se retiró cerrando tras de sí la puerta del compartimiento. Los demás ocupantes
del vagón, asomados al pasillo, le
observaron retirarse cabizbajo hacia los coches de segunda.
-Vaya,
joven-exclamó su compañero de compartimiento.-Hacía tiempo que no veía a nadie
salir huyendo de esa manera. ¿Cómo sabía que ese individuo no era británico?
-Es
una simple deducción desprendida de su propia imagen, señor. Lleva la barba a
la moda boer, con el bigote afeitado, igual que el presidente Kruger.
-Fascinante-respondió
el otro con asombro.-Nunca hubiera imaginado que un detalle tan nimio pudiera
dar la clave de la procedencia de una persona.
Mientras
se alisaba la americana, el joven respondió.
-Ello
unido a lo excesivo de sus manifestaciones anglófilas. A nadie se le ocurriría
hacer loas al Imperio a costa de quien no pasaba de ser un vulgar criado,
presumiblemente iletrado. Era la excusa para afirmar sus ansias de ser
considerado británico. Ni más ni menos.
-Increíble.
Habla usted como si fuera...
-¿Cómo
si fuera él...?-sonrió el joven mientras cogía la revista que estaba leyendo y
se la tendía mostrando la portada.
Una sonrisa, que gradualmente
dio paso a una sonora carcajada, fue la respuesta al ver los rutilantes tipos
que componían las palabras STRAND MAGAZINE y la silueta tocada con la típica
gorra de caza inglesa y la aparatosa pipa colgando de su boca.
-¡Ah muchacho! ¡Brillante
a la par que ingenioso! Y pensar que ese infeliz dudó de que fuera usted
británico. Nicholas Copperhead-tronó mientras le tendía la mano derecha-capitán
de los Fusileros Montados de Durban, retirado desde luego.
-Emmanuel Saint John,
ingeniero de DE BEERS, un placer caballero-respondió estrechando la mano
tendida.
-Realmente brillante. Es
un verdadero ultraje que intenten humillar a verdaderos británicos estos
advenedizos. Y pensar que nos dejaron solos en la guerra del setenta y nueve_ para que ahora pretendan pasar por
cualquiera de nosotros.
-Sí, es verdaderamente
lamentable-respondió el joven denotando convicción.-Sólo Dios sabe adonde
iremos a parar, ¿no cree usted?
-Por Dios que tiene usted
toda la razón, joven. En los viejos tiempos uno podía recorrer este país con la
seguridad de que solamente se tropezaría con sanos colonos británicos, aparte
esa basura de holandeses que están por todas partes, pero ahora estamos
invadidos por gentuza de la peor calaña: italianos, franceses...toda esa chusma
de latinos papistas que no sirven para nada bueno. A veces pienso que les están
regalando el país.
El
joven asintió mientras cogía el sombrero.
-En
fin-apostilló-qué le vamos a hacer. Si quiere puede quedarse con la revista.
Copperhead
sonrió mientras asentía.
-Oh,
muchísimas gracias, será un verdadero placer.
Y
estrechándole firmemente la mano añadió:
-¿Sabe
una cosa, hijo? Son los jóvenes como usted la garantía de que el Imperio
Británico seguirá derrochando paz y prosperidad para tantos miles de pobres
salvajes ignorantes. Que Dios le bendiga.
-Muchas
gracias-respondió el otro. –Ha sido un placer, señor Copperhead- e inclinando
levemente la cabeza, salió al pasillo casi al mismo tiempo que el convoy se
detenía completamente.
Continuará...
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