Pocas veces el estallido de un conflicto fue tan
previsible como el de la que se llamó la Gran
Guerra y que, tras cuatro devastadores años, cambió la faz del Mundo.
Y pocas
veces, también, una calamidad como lo es la guerra fue tan aplaudida, y no
solamente por generales belicosos y políticos ineptos, sino por el pueblo mismo
que había de nutrir los batallones, regimientos y divisiones que se
enfrentarían.
Mucho
había en el imaginario colectivo de la romántica estampa de regimientos
engalanados y de sonoros nombres; de la pretérita gloria cosechada en los heroicos
tiempos de antaño, cuando los ejércitos de Federico el Grande o de Napoleón
ganaban guerras tras una o dos batallas brillantemente ejecutadas.
Y había,
cómo no, afrentas que lavar, agravios que reparar y, en suma, cuentas que
ajustar que los gobiernos, sin distinción de nación o color político, se
encargaban de recordar a sus súbditos con el malsano pretexto, tan manido pero
siempre tan eficaz, de que la mejor manera de solucionar los problemas
domésticos es achacárselos al vecino, al extranjero, al que quería tal
territorio o poseía uno que el otro reclamaba como suyo; el que quería tener
más y mejores armas o el que se presentaba como campeón de tal o cual causa
socavando prestigio e intereses contrarios.
Y debió
ser un espectáculo ver cómo en el verano de 1914 los ciudadanos de algunos de
los países más pudientes, avanzados y supuestamente civilizados del Planeta, se
lanzaban con júbilo a las cajas de recluta y a los cuarteles como si la tensión
acumulada en las décadas precedente se liberase al fin y, también, como si los
reproches y las querellas quedasen liquidadas en una guerra, corta y de bajo
coste como todos, salvo excepciones muy contadas, parecían prever.
Pero para
llegar a ese momento , y para comprender el sentimiento de chauvinismo o de
patriotismo exagerado e irresponsable que animaba a las poblaciones, parece
obligado conocer las motivaciones o los puntos de fricción que condujeron a la
catástrofe.
Guillermo II |
La
desaparición de la escena política de Otto Von Bismarck, verdadero árbitro de
Europa, podría definirse como el hito más significativo del proceso que
llevaría a la guerra. Relevado de sus obligaciones por el joven Káiser
Guillermo II en 1890 su política de pactos y alianzas, cuyo supremo objetivo
era aislar a Francia, saltó hecha añicos por las veleidades imperiales
(conocidas en su conjunto como Weltpolitik
o política mundial) del nuevo
soberano.
Bismarck |
A partir
de este suceso, que será clave, se puede analizar el proceso por países:
-Gran
Bretaña. La potencia mundial dominante presentaba contenciosos con
prácticamente todas las potencias del Continente (y aún con los Estados Unidos
aunque no es relevante para el caso), a saber:
Con Rusia
en el Indostán por las pretensiones rusas de acceder a un mar sin hielos (el
océano Índico) y la determinación británica de preservar la joya de su imperio:
la India.
Con
Francia en África por la hegemonía colonial, cuyo corolario fue la Crisis de
Fachoda de 1898.
Con
Alemania por la carrera de armamentos, simbolizada por la creación de la Flota
de Alta Mar alemana, abierto desafío a la tradicional dominación británica de
los mares; y por la determinación de Berlín de ampliar sus espacios coloniales
y sus mercados, introduciéndose en zonas de privilegio de Gran Bretaña
(Sudamérica) o explotando otras nuevas tal y como preconizaba el ferrocarril
Berlín-Bagdad, instrumento de penetración económica (y también militar) en
Oriente Medio.
-Francia: Dueña
de buena parte de África y con una sólida posición internacional, la patria de
Voltaire llevaba cuatro décadas reclamando la devolución de Alsacia y Lorena,
ocupadas por Prusia (luego Alemania) en la guerra de 1870, y cuyo contencioso
enquistó las relaciones entre los dos países hasta el extremo de convertirse en
una excusa válida para la guerra. A eso había que sumar las injerencias
alemanas en Marruecos, con la crisis de Agadir y la visita del Káiser a Tánger
en pleno proceso de constitución del protectorado franco-español.
-Rusia: La
gran potencia eslava aspiraba a serlo en todo el orbe balcánico arrogándose el
papel de protectora, tal y como había hecho antaño facilitando la independencia
de Bulgaria frente a su tradicional enemigo turco. Esta aspiración, empero, la
hacía chocar con el Imperio Austro-Húngaro que, con Bosnia recién anexionada,
buscaba ampliar sus territorios en la península a costa de Serbia.
Asimismo,
y dado el apoyo alemán a Austria-Hungría y al Imperio Otomano, convertido casi
en estado-cliente de Berlín, las relaciones germano-rusas se habían deteriorado
hasta el punto de propiciar el acercamiento, insólito por otra parte, entre la
Rusia autocrática y la Francia republicana.
A grandes
rasgos este era el cuadro europeo de 1914. Dos grandes bloques, a saber la
Triple Alianza (1882) entre Alemania, Austria-Hungría e Italia; opuesta a la
Entente Cordiale (1904) franco-británica convertida luego en Triple
Entente(1907) con la incorporación de Rusia.
Llama la atención, desde luego, la habilidad
alemana para poner de acuerdo a rivales ancestrales que pasaron por alto sus
diferencias ante el peligro, real o imaginario, que Berlín representaba para
ellos. La obra de Bismarck, que garantizó cuarenta años de paz en Europa, fue
liquidada y ni tan siquiera su creación fue lo que él concibiera pues, a la
postre, pesó más en Italia el deseo de completar su Unificación reclamando los
territorios que juzgaba suyos en poder austríaco antes que las alianzas que la
ligaban con Berlín y Viena.
Nadie,
pues, estuvo libre de culpa. El júbilo que acompañaba a los desfiles y a las
bandas militares duró lo que la ilusión de que la guerra acabaría en dos
semanas. Luego pasó el tiempo pero la guerra continuó...