A través de la ventanilla podía verse una estación en
plena actividad. Los andenes atestados de viajeros y de mercancías. Vías
muertas ocupadas por vagones de transporte, un corral próximo ocupado por
varias decenas de cabezas de ganado, con destino sin duda a los campos mineros
de más al norte. Y, sobre todo, gente. Parecía como si todos los pueblos de la
tierra tuvieran su representación en aquella estación.
Las
pilas de cajas y fardos de mercancías y equipajes se amontonaban como pirámides
por entre las que deambulaban los mozos y los patrones que parloteaban con los
encargados de las empresas destinatarias para que sus materiales fueran
enviados lo más deprisa posible a los almacenes de carga al otro extremo de la
estación. Era un verdadero y organizado caos que daba fe de lo evidente. Aquél
era el lugar ideal para hacer fortuna, o para perder la vida en el empeño.
El joven descendió al
andén y se sumergió en aquél abigarrado universo. Una sonrisa se dibujaba en su
rostro. Había pasado perfectamente la prueba que él mismo se había impuesto.
Pensó en lo cerca que había estado el anciano señor Copperhead de sufrir una
apoplejía si le hubiera dicho la verdad.
Y la verdad no era muy
diferente de cómo la había pintado el revisor, un boer de El Cabo, deducción
debida no a la lectura de las aventuras de Sherlock Holmes sino a haber oído,
muchas horas antes, a otro revisor dirigirse a él como Dutch_ . La verdad era que él no era inglés, ni siquiera
británico, al menos no aún, sino que pertenecía a la clase de gente de que
abominaba el señor Copperhead: era español y se llamaba Manuel de los Santos.
Sí era cierto que era ingeniero y que estaba
contratado por la compañía DE BEERS y, curiosamente, compartía con el señor
Copperhead la misma aversión por los latinos. O dicho de otra forma, Manuel de
los Santos deseaba por encima de todo convertirse en ciudadano británico y
borrar cualquier atisbo de españolidad de su persona. De hecho, el nombre que
le había dado a su compañero de viaje era el que pretendía adoptar cuando se
naturalizara británico: Emmanuel Saint John era la meta que se había propuesto
conseguir y que tan cerca veía ya.
Conocía bien la
idiosincrasia del anglosajón, por lo general reservada y poco dada a la
efusividad. Lo había experimentado cuando el señor Copperhead había ocupado
asiento en el mismo compartimiento y en siete horas y media de viaje solamente
habían intercambiado un saludo, un par de inclinaciones de cabeza, alguna
forzada media sonrisa, y el inevitable, frío y cortés ritual de ofrecer
cigarrillos que fueron rechazados de forma igualmente cortés y fría. De todas
formas él tampoco se tenía por hablador con lo que el trance no le resultó
excesivamente duro.
Tampoco le sorprendió el
desdén que los anglosajones suelen profesar hacia quienes no son como ellos. Es
más, esperaba algún tipo de salida de tono como la del revisor aunque estaba
preparado para todo, desde una ficticia procedencia de Gibraltar hasta una
estancia reciente en las Indias Occidentales que justificaran el bronceado de
su piel. Esa sería, acaso, la única cosa que no podría borrar de un pasado que
detestaba aunque a esas alturas poco le preocupaba.
Un largo bostezo le
recordó lo cansado que estaba. Desde donde alcanzaban sus recuerdos había
tenido problemas para conciliar el sueño en los momentos previos a algún
acontecimiento significativo que tuviera lugar en su vida.
Un
pesadilla tan vieja como su memoria y que debía al excesivo celo apostólico de
mosén Tejada. Fue aquél un párroco excesivamente reaccionario que había tenido
a su cargo su educación en su primera infancia allá en las lúgubres aulas de un
vetusto hospicio. Su sermón favorito versaba sobre los peligros de una vida
disoluta y poco cristiana que conduciría, inevitablemente, al infierno. Y como
hombre dado a ilustrar sus tesis, respaldaba sus palabras con una reproducción
de un cuadro de Goya titulado Saturno
devorando a sus hijos. Aquella desgarradora visión del ser monstruoso que
tragaba un cuerpo desgarrado, el vívido ejemplo del Infierno y el destino de
los pecadores. Veía el desencajado rostro, los ojos desorbitados y la terrible
mueca de las fauces que se disponían a engullirle siempre en la víspera de los
momentos que suponían un cambio de etapa o un hecho capital.
Le
ocurrió la noche antes de realizar la última prueba que le convertiría en ingeniero; la noche antes de tomar el
barco para África del Sur y, por fin, apenas unas horas antes, cuando estaba a
punto de alcanzar su destino y ocupar el empleo que su brillante expediente y
su dominio del inglés le habían proporcionado.
-Disculpe.
¿Es usted el sahib Manaul los Santoss?
Aquella
voz le hizo volverse y se encontró frente a un hombrecillo con un traje oscuro
de lino que sujetaba una tarjeta con la mano derecha.
Continuará...
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