Dakar (Senegal). Agosto de 1899.
El
hombre corría cada vez más.
El sudor que le cubría el cuerpo no era el
producto del bochorno de las noches tropicales sino, más bien, el de un
absoluto terror. Miraba compulsivamente hacia atrás mientras apretaba contra su
pecho un portafolios de cuero negro que amenazaba con escurrírsele a causa de
las gotas de efluvios que se desprendían de las temblorosas manos.
Ya
experimentó una cierta inquietud cuando se sintió observado por uno de sus
compañeros de viaje en el paquebote que cubría la ruta de Ámsterdam a Brest. Aquella inquietud se acrecentó cuando
ya llevaba varios días de la travesía marítima
hasta Dakar.
Al principio trató de no darle importancia pero poco
después se cruzó con él en el bar. De eso hacía ya más de una semana y su miedo
no había hecho sino aumentar. Mientras miraba el portafolios negro que reposaba
sobre su litera recordaba las instrucciones de sus jefes acerca de la misión
que había de cumplir y de los peligros que podían devenir en el transcurso de
la misma. Sabía que había fuerzas en juego empeñadas en impedir por todos los medios
que llegara a su destino e, igualmente, conocía los métodos que esas fuerzas
podrían emplear para lograrlo.
Aquello
le indujo, prácticamente, a encerrarse ordenando incluso que le llevaran la
comida al camarote. Los ofrecimientos del médico de a bordo para examinarle
chocaron con una cortés pero rotunda negativa acompañada de un imaginario
episodio de ansiedad motivado por un reciente desengaño amoroso, episodio que
explotaba convenientemente ante las camareras encargadas de la limpieza del
camarote que no pudieron evitar, más de una vez, contener las lágrimas ante el
vívido relato de la mujer a la que tanto había amado y por cuya causa era tan
desgraciado ahora.
Los
días de reclusión sirvieron para pensar en las posibles salidas que pudiera
buscar dadas las circunstancias. Por un lado no estaba totalmente seguro de que
sus enemigos le siguieran pero su intuición le decía todo lo contrario con lo
cual se decidió por la peor de las posibilidades. En ese sentido solamente le
restaba abandonar el buque a la primera
oportunidad y despistarlos para luego intentar cubrir, por los medios que
fuesen, los más de seis mil kilómetros de ruta que aún faltaban hasta su
destino.
Ciertamente
Dakar no era sino una etapa necesaria en su viaje pues allí debía cambiar de
barco. Sin embargo ello no bastaba para darle seguridad ya que si estaban sobre
su pista desde que embarcara en Amsterdam era más que seguro que sabrían cual
era su destino y el cambio de barco no sería sino un trámite en el juego del
gato y el ratón en el que involuntariamente participaba.
En su
desesperación había pensado incluso en abandonar el barco arriando un bote
salvavidas durante la noche para intentar ganar la costa y reanudar su trayecto
libre si no de perseguidores sí al menos de la angustia que le atenazaba. Pero
esa posibilidad hubo de ser rechazada en orden a varios factores.
En primer lugar carecía casi por completo de
nociones marineras lo que implicaba, de forma inevitable, el tener que incluir
en sus planes el soborno de al menos uno de los tripulantes del barco para
gobernar el bote con garantías. Ello suponía también, indefectiblemente, el
abandono de la relativa seguridad de su camarote para aventurarse en las zonas
destinadas a la tripulación en busca de candidatos. Además no había certeza de
que el plan funcionase, no ya por falta de individuos dispuestos a cualquier
cosa por dinero, sino porque la oferta podía tentar a quien la aceptase a
desvalijarle y arrojarle por la borda sin miramientos. Esa posibilidad chocaba
frontalmente con su instinto de conservación, extraordinariamente desarrollado
tras una vida azarosa en demasía.
Por
otro lado, aún asumiendo los riesgos potenciales de una fuga nocturna, quedaba
el riesgo de alcanzar una costa poblada por nativos hostiles, lo cual no era
improbable en aquella parte el mundo.
Finalmente
se decidió por esperar a que su buque hiciera escala para abandonarlo y
continuar su viaje por otros medios. Su reclusión, pues, le valió para trazar
su plan de escape. Con dinero podía llegar a cualquier parte y prácticamente
por cualquier medio.
En ese sentido no tenía problemas pues el cinturón de
viaje que portaba contenía más de dos mil libras esterlinas en billetes
británicos, franceses, alemanes y portugueses. Una vez fuera del barco podría
alquilar e incluso comprar algún paquebote de los que siempre se encuentran en
los grandes puertos en espera del aviso de un consignatario o de algún flete de
última hora. Si todo ello fallaba, podía
aún confiarse al revólver Remington que guardaba en el bolsillo diseñado exprofeso en la parte derecha de la
americana. Era un recurso último y desesperado aunque su situación bien podría
necesitar de algo igualmente desesperado.
La
arribada al puerto senegalés tuvo lugar con el crepúsculo. La lancha del
práctico y un remolcador hicieron sonar sus sirenas mientras se aproximaban a
la nave para las maniobras de atraque. A través del amplio ojo de buey de su
cabina, el hombre observaba el proceso mientras retocaba mentalmente su plan.
Abandonaría
el camarote aprovechando la salida de los pasajeros vecinos al suyo de modo
que, mezclado con ellos, descendería del barco, asegurándose así de que su
perseguidor no pudiera tocarle entre la multitud. Una vez en tierra firme,
coincidiendo con el desembarco de equipajes y la actuación, poco concienzuda,
de los funcionarios de la aduana francesa se escabulliría por las callejuelas inmediatas a los muelles.
Abandonaría sus maletas, una baza más en orden a despistar a su perseguidor ya
que éste podría emplearlas como referencia para volver tras su pista si se
escabullía en el trasiego.
Después
de media hora de maniobras el buque estaba amarrado al muelle comercial del
puerto de Dakar. Él no podía verlo porque su camarote daba al lado opuesto al
del muelle. Sí podía, en cambio, ver cómo el remolcador que había empujado con
su proa el costado del buque para alinearlo con el muelle continuaba abarloado
a aquella banda. Algo más relajado, se dirigió hacia la puerta de su camarote
mientras oía las voces y los pasos de los otros pasajeros por el pasillo. Se
sintió extraño, pues era la primera vez en casi veinte días que iba a abandonar
aquél reducido claustro.
La perspectiva le era tan deseable que sus
miedos parecían esfumarse por momentos. Con el portafolios negro apretado
contra su pecho por su mano izquierda, abrió la puerta. Nada más salir miró a
la derecha del pasillo: pasajeros y empleados de la tripulación discurrían
hacia las escaleras de acceso a la cubierta. Todo normal. Más confiado aún giró
la cabeza al lado contrario. Más pasajeros, algún tripulante y...allí estaba. El corazón pareció volcarse en su pecho y una sacudida hizo
estremecer su cuerpo. Al final del pasillo estaba el hombre de Amsterdam.
Era
él, no había duda. Pese a que hacía días que no lo veía siempre fue buen fisonomista.
No se podía equivocar: estatura media, robusto, gruesos bigotes... Solamente
había cambiado su indumentaria. Ya no vestía el traje a cuadros ni el sombrero
hongo conque lo recordaba sino que ahora llevaba traje claro y un sombrero
panamá. Por lo demás era lo mismo, la encarnación de sus temores.
Como
arrastrado por el viento, retrocedió y cerró de un portazo. Echó el cerrojo y
se quedó inmóvil pensando mientras el sudor corría por su rostro y su vejiga se
descargaba formando un pequeño charco a sus pies.
Continuará...
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