sábado, 25 de junio de 2011

DUEÑAS DE NADA: Las repúblicas hispanoamericanas y su dependencia económica

Las repúblicas de América del Sur entraron en la era del Imperio como entidades independientes bajo gobiernos responsables (léase gobiernos blancos) ya desde la década de 1820.

Habíanse librado del yugo colonizador de España (y
Portugal) y decidieron seguir su camino por la senda que sus mismos hijos habían de trazarse. No hay que olvidar las arengas de los próceres emancipadores: Francisco
Miranda, Bolívar, Santander…

Todas coincidían en Independencia, para gobernarse a sí mismos y no desde la lejana Europa; Libertad, para comerciar y para trabajar…Hermosas palabras pero vacías.


Es cierto que se convirtieron en estados independientes y, al menos sobre el papel, libres porque desde el primer momento pudo constatarse que, muy al contrario de las antiguas colonias inglesas que conformaron los Estados Unidos, con una unidad territorial, una interconexión económica y una población homogénea (la de los blancos dirigentes); los viejos virreinatos españoles estaban tan separados entre sí por las fuerzas de la naturaleza como por la idiosincrasia, y variedad cultural y racial, de sus habitantes.
Ya el mismo Bolívar preconizó que la unión de las antiguas colonias españolas sería imposible. Incluso experimentos más modestos como la Gran Colombia fracasaron lamentablemente.

Y, más lamentablemente si cabe, los caudillos libertadores desunidos y recelosos unos de otros acabaron poniendo los recursos y los bienes de sus países a las órdenes de una potencia extranjera que, a cambio de
colaborar en la expulsión de los españoles, se hizo con el control de sus economías y, por tanto, en la gestora de un futuro que no sería tal.

Ya desde principios del siglo XIX el comercio entre Gran Bretaña y las colonias españolas de América arrojaba unos fabulosos beneficios a los empresarios británicos, a pesar de que este comercio estaba basado en el contrabando habida cuenta de las leyes proteccionistas de la Corona Española que controlaba todo el comercio que pasaba por Indias.

Lógicamente estas cortapisas desanimaban tanto a británicos como a los potentados criollos (españoles nacidos en América) que veían cómo las oportunidades de negocio se estancaban. Mirándose en el espejo de sus congéneres de América del Norte, la burguesía criolla empezó a abrigar el deseo de imitar a aquellos y desligarse de su dependencia respecto a España. Los brotes de independentismo se iniciaron coincidiendo con la invasión francesa de España. Para ese entonces las cifras del comercio entre británicos y colonias españolas eran abrumadoras ya que España, con su última gran escuadra perdida en Trafalgar y ahora hollada por las botas francesas, era incapaz de hacer cumplir sus leyes sobre el comercio. La ocasión parecía propicia pero aún no era el momento.

Desde 1798 a 1815, Gran Bretaña había estado en guerra de forma
prácticamente ininterrumpida con Francia. Sin embargo Waterloo puso punto final a aquella situación de manera que ahora sí era el momento de apoyar a los rebeldes sudamericanos. Ese apoyo se haría realidad de dos maneras:

Por un lado mediante la concesión de empréstitos a las Juntas Independentistas, al estilo de lo que Francia y España hicieran con los nacientes Estados Unidos.

Por otro por ayuda militar directa, bien en forma de pertrechos (excedentes de las guerras napoleónicas), bien en forma de soldados veteranos. Muchas veces se ha ignorado este último aspecto pero en los últimos años de la década de 1810 más de cinco mil hombres, la mayoría veteranos delas guerras en Europa, se integraron en las fuerzas rebeldes formando las más de las veces unidades propias como la Legión Británica del ejército de Bolívar. A ello hay que sumar a hombres de la talla de Thomas Cochrane, el forjador de la Armada Chilena, cuyo concurso fue en ocasiones decisivo.

El proceso independentista tuvo éxito finalmente, gracias en buena medida a la catástrofe que supuso para España el reinado de Fernando VII y su actitud como monarca absoluto. Para 1825 la presencia española en América se había reducido a Cuba y Puerto Rico; era el momento de la acción diplomática.

No es casualidad que los primeros tratados que firmaban las colonias ya independientes fueran comerciales y que los primeros signatarios fueran la Gran Bretaña y unos embrionarios, pero ya pujantes, Estados Unidos de América.

La táctica británica fue tan simple como eficaz: apoyaban o estimulaban las pretensiones de tal o cual caudillo a establecer su propio país (por ejemplo Venezuela, Colombia y Ecuador formaban originalmente la República de la Gran Colombia) y, seguidamente, les exponían los beneficios de suministrar productos básicos a Gran Bretaña para, a cambio, recibir las manufacturas que allí se producían.

Así pues, obviando los sacrificios de quienes lucharon por una patria propia y una vida mejor, políticos inexpertos, caudillos sin escrúpulos y potentados ambiciosos se echaron en brazos de Gran Bretaña y echaron, de camino, la verdadera independencia de sus países, la económica, en brazos de los banqueros de la City.


Durante el resto del siglo XIX la antigua América Española se situó en la esfera imperial británica no como colonias sino como área de influencia, una figura mucho más rentable por cuanto se ahorraban los coste de conquista, ocupación y mantenimiento.

Los gobiernos autóctonos, en manos las más de las veces de tiranos sin escrúpulos, se complacían con la aparente modernización de sus países (el capitalismo salvaje es también desarrollista en cuanto que crea infraestructuras básicas que redundan en una mayor rentabilidad de sus inversiones) mientras que la población indígena era masacrada (se consideraba a los indios como un estorbo para el progreso) y el resto seguía convencido de que eran una nación libre e independiente. La hegemonía británica fue, pues, total salvo intentos de terceros como la quijotesca experiencia de William Walker en Nicaragua o el Imperio Mexicano patrocinado por Napoleón III. Pero esas son otras historias...

Para hacerse una idea de lo que significó el dominio neocolonial de América del Sur existe una magnífica película de Gillo Pontecorvo, protagonizada por Marlon Brando,titulada Queimada.

La acción, que transcurre en una ficticia isla donde los potentados criollos quieren librarse del control de Lisboa, se centra en las actividades de un agente británico (Brando) quien, a la par que organiza el movimiento independentista criollo, pone las bases de una revuelta paralela entre la población negra esclava fabricando un caudillo, José Dolores (un trasunto de Toussaint Louverture) que entrará en conflicto con la oligarquía blanca provocando el subsiguiente caos, bien aprovechado por Londres.

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