lunes, 3 de diciembre de 2012

SATURNØ VENTURA (2)



Nunca supo cuanto tiempo estuvo allí en pie. Ahora estaba atrapado. El hombre del tren no tendría sino que esperar a que el pasillo quedase vacío, luego podría entrar y matarle y nadie se enteraría de nada.

Tenía que escapar. Su mente trabajaba enloquecida mientras las piernas le temblaban cada vez más. Retrocedió hasta la pared opuesta del camarote. Podía oír voces en el exterior a través del ojo de buey que estaba entornado. Aquello le hizo salir de su estado y recordó que el remolcador aún estaba abarloado al costado del barco. Se asomó y pudo verlo. Probablemente esperaba a que se vaciase de pasajeros para reubicarlo en algún otro lugar del puerto. Observó incluso cómo tres marineros charlaban mientras fumaban apoyados en la popa.

De pronto se le ocurrió una forma salir de la ratonera donde se hallaba. Calculó que entre su cabina y el remolcador habría unos doce o, quizás, quince metros. Podía saltar pero no había seguridad de que no sufriera ninguna fractura. Con la velocidad que proporciona la desesperación, atrancó la puerta de su camarote con una silla y, acto seguido, abrió el armario. Contenía dos juegos de sábanas. Sin perder tiempo, con la ayuda de un pequeño cortaplumas, empezó a desgarrarlas de forma que obtuvo varias tiras de tejido que fue anudando unas a otras.

 La idea era obtener una soga lo bastante larga como para poder descolgarse desde el ojo de buey hasta el remolcador sin arriesgarse a un salto desde demasiada altura. Mientras trabajaba no dejaba de observar el pomo de la puerta temiendo que su perseguidor se cansara de esperar y se decidiera a entrar a buscarle.

Con el corazón acelerado y totalmente empapado en sudor y orines, obtuvo una soga razonablemente larga la cual ató, por uno de los extremos, a la cama. En su desesperación logró caer en la cuenta de cómo explicaría a los tripulantes del remolcador su aparición allí. Decidió solventar ese problema sacando del cinturón un considerable fajo de billetes franceses que guardó en el bolsillo interior de su americana. Por último se apresuró a asegurar a su cuerpo el portafolios negro, que tan importante era y que tanto podía dificultar sus movimientos. Lo consiguió  merced a unos tirantes con los cuales lo ató a su pecho. La opresión, aunque leve, del portafolios le reportó una agobiante sensación de asfixia. Tras dar una última mirada a la puerta, largó la soga por el ojo de buey y, empleando sus maletas como escalones, introdujo su cuerpo por el agujero y se descolgó despacio, apoyando los pies en la superficie del costado del barco.

Los minutos le parecieron años. No debió emplear más de seis en descender pero se le antojaron eternos. Le sacó de su ensimismamiento el crujido de la tela al romperse. La soga no era lo bastante gruesa y se rompió a unos escasos cinco metros provocando la caída del hombre en la proa del remolcador, sobre un barullo de cordajes. El golpe fue más ruido que otra cosa pero bastó para atraer a la tripulación. Tres marineros negros, sin duda los que había divisado desde su camarote, y quien evidentemente debía ser el patrón, un  blanco gordo y bajo, se acercaron preguntando si  se encontraba bien y ayudando a ponerle en pie. Obviamente habían relacionado su súbita y estrepitosa aparición con un accidente. 

El hombre, aún conmocionado por su aterrizaje, se llevó la mano al pecho de inmediato y suspiró aliviado al palpar el portafolios, firmemente sujeto. A las preguntas sobre cómo se encontraba y sobre qué le había sucedido respondió dirigiéndose al gordo y agarrando su mano derecha, en la que colocó un buen montón de billetes, mientras que le susurraba al oído.

-Aquí hay más de mil francos, y aún le daré más dinero si me lleva ahora mismo a tierra. Sin preguntas.

El gordo, con el asombro dibujado en su cara, miraba al hombre fijamente mientras sus rechonchos dedos palpaban los billetes. Su boca estaba abierta pero no salió de ella sonido alguno.
-Vamos, lléveme a tierra y le daré mas-repitió-. Todos los días no tendrá la suerte de hoy.
 Por toda respuesta, el gordo asintió bruscamente al tiempo que una sonrisa se dibujaba en su fofa cara. Luego empezó a gritar y sus marineros se pusieron en movimiento. Mientras respiraba hondo tratando de recuperar la calma, el hombre comprobó como el remolcador se separaba del barco y maniobraba hacia tierra.

Sentado sobre la escalerilla que separaba la cubierta del puente, el hombre suspiró mientras encendía un cigarrillo. Sintió un tremendo placer, no tanto por el tabaco en sí sino porque era la primera vez en muchos días en que se encontraba verdaderamente tranquilo. 

Había tenido miedo, muchísimo miedo, pero se alegró de que su mente hubiera estado lo bastante despejada como para idear tanto la forma de quedarse en el camarote como su escapada del barco. En ese sentido recordó el alto concepto en que siempre le habían tenido sus jefes.

 Su actitud había sido repetidamente recompensada. No le disgustaban los elogios y este trabajo sería un blasón más en su carrera. Ya se encargaría de relatar los avatares de su viaje y cómo se las ingenió para despistar a sus perseguidores. Aunque no tenía pruebas razonables de que, efectivamente, fuese objeto de persecución, consideraba que había actuado correctamente. En eso había intervenido su legendario instinto, la otra de sus virtudes, junto con su iniciativa, que más le habían celebrado siempre. Sonrió mientras por su mente desfilaron aquellos episodios de su vida que ponía como ejemplo de las virtudes de que tan orgulloso se sentía.

¡Cuánto tiempo hacía ya de todo aquello! El humo del cigarrillo parecía dibujar las imágenes que reproducía su mente. Casi podía ver a aquel muchacho, casi un niño, con un uniforme varias tallas más grande, en aquella locura de balas, gritos, explosiones y sangre.

 El recuerdo de la sangre siempre le aterrorizó. Por alguna razón la tierra no absorbía la sangre. Parecía como si se negara a llevarse a sus entrañas tanta muerte. Echado al suelo, pudo hasta olerla y allí se juró a sí mismo que si había de morir algún día, no sería en nombre de algo que no entendía. Su instinto le sacó de aquella matanza y su iniciativa le ayudó a construirse una vida nueva.  Se acordó de aquellos pobres desgraciados que, como a él, habían vestido de soldado y habían hecho lo que se esperaba de ellos; ir dócilmente a que los mataran.

La sirena del remolcador le despertó de sus ensoñaciones. La nave enfilaba a un atracadero que distaba unos cuatrocientos metros en línea de donde estaba el barco que la había traído de Europa. Debía tratarse de una zona de carga y descarga de mercancías pues había una enorme cantidad de fardos y cajas que se elevaban como una muralla entre el lugar donde estaba fondeado el barco y a donde se dirigía el remolcador. Desde allí se metería por las callejuelas inmediatas al puerto. No le sería difícil refugiarse en cualquier taberna, café o burdel. Conocía bien el bajo mundo y sabía que el dinero compraba refugio y silencio.


            Apenas la borda rozó tierra, el gordo patrón se le acercó para reclamarle el resto del dinero. Satisfecho por su treta, el hombre le largó otro considerable fajo y saltó a tierra rápidamente, mezclándose con los estibadores que se afanaban en su trabajo. Se ocultó entre una masa de bultos desde donde pudo observar a sus compañeros de pasaje que efectuaban a pie el trasbordo al otro barco que les llevaría a El Cabo. Por más que se fijó no pudo a ver a su perseguidor y le imaginó, complacido, boquiabierto en su camarote y completamente desorientado.

      Sonrió pensando en cómo habría subido a la cubierta y escudriñado la oscura superficie del agua buscándole. Tras aflojar la presa que sujetaba el portafolios a su pecho, echó a andar hacia las brillantes luces de los edificios que se arremolinaban a escasos cien metros de donde el estaba. La aduana, pensó, y algo más allá los antros que hay junto a todos los puertos del mundo. No temía que le abordara algún policía. Como hombre precavido tenía en uno de los bolsillos de su americana un pasaporte francés. Aunque falso, sería suficiente para los policías coloniales que saludarían de inmediato, y reirían con malicia, ante un compatriota que no hacía más que pasear y buscar la compañía de las damas que frecuentaban aquellos contornos.

     Mientras caminaba comenzó a silbar una cancioncilla de marcha de aquella lejana época en que descubrió que el olor a sangre le aterrorizaba. A cada paso que daba se insertaba un poco más en la pintoresca fauna del puerto. Marineros de media docena de nacionalidades ansiosos de diversión, estibadores negros y asiáticos doblados por el peso de su propia y miserable existencia, prostitutas buscando clientes con sus chulos observando desde media distancia, oficiales altaneros que sólo hablaban con sus iguales y, sobre todo, paisanos de medio mundo.

      Personas normales y corrientes que bien podrían verse por las calles de Londres o de París. El miedo que le había atenazado hasta hacía menos de una hora se había desvanecido por completo y había sido sustituido por una vigorosa sensación de euforia. Le invadieron unos enormes deseos de tomar un baño, comer y despachar una botella de brandy mientras disfrutaba con una mujer complaciente. Pensando en la perspectiva se cruzó con una joven negra que le sonrió mientras le daba las buenas noches.

Giró la cabeza para verla por detrás y su mirada se detuvo en un europeo que caminaba varios metros por detrás. Sus piernas se detuvieron mientras su mente repetía una y otra vez tres únicas palabras: ”No puede ser”...

      Caminaba con aire despreocupado, con el panamá ladeado y atusándose los gruesos bigotes con la mano izquierda.

-No es posible. No puede ser- Murmuró. Sólo vaciló durante diez escasos segundos y, enseguida, echó a correr hacia las callejuelas próximas.  

Si le quedó alguna duda de que realmente le persiguieran, aquella visión las disipó todas. Mientras corría se devanaba los sesos pensando en cómo había recuperado su pista. No lo podía entender aunque tampoco le importaba. Sólo podía hacer una cosa, correr. El pánico que nuevamente anidó en su alma le impedía incluso mirar hacia atrás. En su loca huída no cesó de empujar y chocar con otros viandantes sin oír siquiera los improperios que más de uno le dedicó.

 Tras varias decenas de metros alcanzó una plazuela desde donde partían tres calles. Una de ellas, a juzgar por su anchura e iluminación, se dirigía hacia el centro de la ciudad. Las otras, que discurrían paralelas, se veían más estrechas y menos iluminadas por lo que dedujo que se trataría de los barrios bajos que buscaba para ocultarse. Sin pensarlo, entró por la calle inmediatamente a su izquierda y, seguidamente, giró a la derecha hacia un lóbrego callejón en cuya esquina había unos viejos barriles llenos de humedad pegados a un desagüe que bajaba del tejado. Nada más doblar la calle, se agachó tras los barriles desde donde podía observar, sin ser visto, la pequeña plaza.

 Jadeando y abrazado al portafolios. Sudando por todos los poros de su cuerpo y con la imagen de su perseguidor grabada en su cerebro, trató de controlar los alocados latidos de su corazón. Mientras observaba palpó su cinturón. Aún seguía en su sitio. Por un momento temió haberlo perdido durante la carrera pues le hubiera complicado extraordinariamente sus planes. Se sintió algo más tranquilo al palpar los bultitos que formaban los billetes que contenía, y aún se tranquilizó más al ver a su perseguidor detenerse en la plaza y, tras unos instantes de duda, enfilar la calle principal a paso rápido.

Suspirando entre aliviado y cansado, el hombre apoyó su espalda contra la pared mientras aplicaba su húmedo pañuelo sobre la sudorosa frente. Más tranquilo, miró hacia el interior del callejón donde se había ocultado. Se prolongaba dos centenares de metros y los edificios que lo enmarcaban debían ser almacenes a juzgar por los altos muros y la nula iluminación interior.

 Fuera, unas cuantas farolas añadían un tenue golpe de luz. En la acera izquierda se abrían dos bocacalles distantes entre sí unos cuarenta metros. La acera derecha mostraba una única bocacalle algo más lejos. Decidido a alejarse lo más posible del puerto, se encaminó a la salida más alejada de la acera izquierda. La desconfianza le impulsaba a mirar hacia atrás de forma compulsiva. La sola idea de que su perseguidor hubiera vuelto tras sus pasos le aterrorizaba y aún cuando no conocía aquella ciudad estaba seguro que tampoco él la conocería. Eso igualaba más o menos el tanteo pero ahí estaban el instinto y la iniciativa que le habían hecho famoso entre los de su gremio. Eso bastaría para salir airoso de aquél trance. Encendió un cigarrillo y prosiguió su camino siempre mirando hacia atrás.

Al doblar la esquina dio un último vistazo, el callejón estaba desierto. La calleja donde se internaba ahora era más angosta aún que la anterior y la iluminación era menor.

  Solamente anduvo un par de metros. Un siseo y una extraña sensación en el cuello fueron casi sus únicas percepciones antes de que la sangre escapara a chorro de la fina línea trazada en su garganta. Quiso gritar pero lo único que consiguió fue que una grotesca burbuja rojiza surgiera de la herida. Cayó de rodillas mientras su diestra sacaba el revólver del bolsillo pero ya era demasiado tarde.

Aún pudo observar cómo su verdugo recogía el portafolios y también oír unos pasos que se acercaban a la carrera. Luego un frío glacial le invadió y fue cayendo despacio hacia un lado.

Las últimas sensaciones que experimentó en vida fueron la pegajosa humedad de la sangre y el aroma inconfundible del tabaco inglés.

Continuará...

       

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