miércoles, 17 de octubre de 2012

SATURNØ VENTURA (1)




Dakar (Senegal). Agosto de 1899.

 El hombre corría cada vez más.

 El sudor que le cubría el cuerpo no era el producto del bochorno de las noches tropicales sino, más bien, el de un absoluto terror. Miraba compulsivamente hacia atrás mientras apretaba contra su pecho un portafolios de cuero negro que amenazaba con escurrírsele a causa de las gotas de efluvios que se desprendían de las temblorosas manos.

Ya experimentó una cierta inquietud cuando se sintió observado por uno de sus compañeros de viaje en el paquebote que cubría la ruta de Ámsterdam  a Brest. Aquella inquietud se acrecentó cuando ya llevaba varios días de la travesía marítima  hasta Dakar.

 Al principio trató de no darle importancia pero poco después se cruzó con él en el bar. De eso hacía ya más de una semana y su miedo no había hecho sino aumentar. Mientras miraba el portafolios negro que reposaba sobre su litera recordaba las instrucciones de sus jefes acerca de la misión que había de cumplir y de los peligros que podían devenir en el transcurso de la misma. Sabía que había fuerzas en juego empeñadas en impedir por todos los medios que llegara a su destino e, igualmente, conocía los métodos que esas fuerzas podrían emplear para lograrlo.

Aquello le indujo, prácticamente, a encerrarse ordenando incluso que le llevaran la comida al camarote. Los ofrecimientos del médico de a bordo para examinarle chocaron con una cortés pero rotunda negativa acompañada de un imaginario episodio de ansiedad motivado por un reciente desengaño amoroso, episodio que explotaba convenientemente ante las camareras encargadas de la limpieza del camarote que no pudieron evitar, más de una vez, contener las lágrimas ante el vívido relato de la mujer a la que tanto había amado y por cuya causa era tan desgraciado ahora.

Los días de reclusión sirvieron para pensar en las posibles salidas que pudiera buscar dadas las circunstancias. Por un lado no estaba totalmente seguro de que sus enemigos le siguieran pero su intuición le decía todo lo contrario con lo cual se decidió por la peor de las posibilidades. En ese sentido solamente le restaba  abandonar el buque a la primera oportunidad y despistarlos para luego intentar cubrir, por los medios que fuesen, los más de seis mil kilómetros de ruta que aún faltaban hasta su destino.

Ciertamente Dakar no era sino una etapa necesaria en su viaje pues allí debía cambiar de barco. Sin embargo ello no bastaba para darle seguridad ya que si estaban sobre su pista desde que embarcara en Amsterdam era más que seguro que sabrían cual era su destino y el cambio de barco no sería sino un trámite en el juego del gato y el ratón en el que involuntariamente participaba.
En su desesperación había pensado incluso en abandonar el barco arriando un bote salvavidas durante la noche para intentar ganar la costa y reanudar su trayecto libre si no de perseguidores sí al menos de la angustia que le atenazaba. Pero esa posibilidad hubo de ser rechazada en orden a varios factores.

 En primer lugar carecía casi por completo de nociones marineras lo que implicaba, de forma inevitable, el tener que incluir en sus planes el soborno de al menos uno de los tripulantes del barco para gobernar el bote con garantías. Ello suponía también, indefectiblemente, el abandono de la relativa seguridad de su camarote para aventurarse en las zonas destinadas a la tripulación en busca de candidatos. Además no había certeza de que el plan funcionase, no ya por falta de individuos dispuestos a cualquier cosa por dinero, sino porque la oferta podía tentar a quien la aceptase a desvalijarle y arrojarle por la borda sin miramientos. Esa posibilidad chocaba frontalmente con su instinto de conservación, extraordinariamente desarrollado tras una vida azarosa en demasía.

Por otro lado, aún asumiendo los riesgos potenciales de una fuga nocturna, quedaba el riesgo de alcanzar una costa poblada por nativos hostiles, lo cual no era improbable en aquella parte el mundo.

Finalmente se decidió por esperar a que su buque hiciera escala para abandonarlo y continuar su viaje por otros medios. Su reclusión, pues, le valió para trazar su plan de escape. Con dinero podía llegar a cualquier parte y prácticamente por cualquier medio.
 En ese sentido no tenía problemas pues el cinturón de viaje que portaba contenía más de dos mil libras esterlinas en billetes británicos, franceses, alemanes y portugueses. Una vez fuera del barco podría alquilar e incluso comprar algún paquebote de los que siempre se encuentran en los grandes puertos en espera del aviso de un consignatario o de algún flete de última hora.  Si todo ello fallaba, podía aún confiarse al revólver Remington que guardaba en el bolsillo diseñado exprofeso en la parte derecha de la americana. Era un recurso último y desesperado aunque su situación bien podría necesitar de algo igualmente desesperado.

La arribada al puerto senegalés tuvo lugar con el crepúsculo. La lancha del práctico y un remolcador hicieron sonar sus sirenas mientras se aproximaban a la nave para las maniobras de atraque. A través del amplio ojo de buey de su cabina, el hombre observaba el proceso mientras retocaba mentalmente su plan.

Abandonaría el camarote aprovechando la salida de los pasajeros vecinos al suyo de modo que, mezclado con ellos, descendería del barco, asegurándose así de que su perseguidor no pudiera tocarle entre la multitud. Una vez en tierra firme, coincidiendo con el desembarco de equipajes y la actuación, poco concienzuda, de los funcionarios de la aduana francesa se escabulliría  por las callejuelas inmediatas a los muelles. Abandonaría sus maletas, una baza más en orden a despistar a su perseguidor ya que éste podría emplearlas como referencia para volver tras su pista si se escabullía en el trasiego.

Después de media hora de maniobras el buque estaba amarrado al muelle comercial del puerto de Dakar. Él no podía verlo porque su camarote daba al lado opuesto al del muelle. Sí podía, en cambio, ver cómo el remolcador que había empujado con su proa el costado del buque para alinearlo con el muelle continuaba abarloado a aquella banda. Algo más relajado, se dirigió hacia la puerta de su camarote mientras oía las voces y los pasos de los otros pasajeros por el pasillo. Se sintió extraño, pues era la primera vez en casi veinte días que iba a abandonar aquél reducido claustro.

 La perspectiva le era tan deseable que sus miedos parecían esfumarse por momentos. Con el portafolios negro apretado contra su pecho por su mano izquierda, abrió la puerta. Nada más salir miró a la derecha del pasillo: pasajeros y empleados de la tripulación discurrían hacia las escaleras de acceso a la cubierta. Todo normal. Más confiado aún giró la cabeza al lado contrario. Más pasajeros, algún tripulante y...allí estaba. El corazón pareció volcarse en su pecho y una sacudida hizo estremecer su cuerpo. Al final del pasillo estaba el hombre de Amsterdam.

       Era él, no había duda. Pese a que hacía días que no lo veía siempre fue buen fisonomista. No se podía equivocar: estatura media, robusto, gruesos bigotes... Solamente había cambiado su indumentaria. Ya no vestía el traje a cuadros ni el sombrero hongo conque lo recordaba sino que ahora llevaba traje claro y un sombrero panamá. Por lo demás era lo mismo, la encarnación de sus temores.

      Como arrastrado por el viento, retrocedió y cerró de un portazo. Echó el cerrojo y se quedó inmóvil pensando mientras el sudor corría por su rostro y su vejiga se descargaba formando un pequeño charco a sus pies. 



                                                                                  Continuará...

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