Resulta popular la imagen de un Winston Churchill
orondo, entrado en años y aferrado a su puro desafiando a la Alemania Nazi a
que invadiese Gran Bretaña y prometiendo a sus conciudadanos nada más que
"Sangre, Sudor y Lágrimas".
Pero antes
de eso hubo un muchacho inquieto y ambicioso. Un joven león, de los muchos que
produjo la Inglaterra Victoriana, bien destinado a cubrirse de gloria en
ignotos campos de batalla, o de perpetuar una estirpe de funcionarios civiles
incorruptibles en remotos rincones del Imperio o, incluso, de darse el lustre
de un brillante orador en las bancadas de los Comunes.
Churchill
fue todo, o casi todo, lo que se ha dicho antes. Pero es de su juventud,
bastante aventurera y literariamente muy prolífica, de lo que menos se conoce.
Y en esa etapa de su vida, como en su
madurez, demostró un carácter nada común.
Producto
de las Public Schools (eufemismo
empleado para designar los caros internados donde se formaban las clases
dirigentes de la época), en concreto de Harrow, Churchill fue un estudiante
mediocre destacando solamente en disciplinas como la Historia y, en otro plano,
como esgrimista.
Su paso
por tan selecta escuela no fue, pues, en absoluto brillante y puede que alguno
de sus maestros le augurasen un porvenir poco halagüeño. Aún así, el muchacho
parecía cumplir con el esquema de vida que parecía tan diáfanamente trazado
para los de su casta pues al abandonar la escuela ingresó en la Real Academia
Militar de Sandhurst, el vivero de los guardianes del Imperio, y, tras recibir
el despacho de teniente, engrosó las filas del 4º de Húsares de la Reina.
El regimiento,
a la sazón estacionado en la metrópoli, no era el destino adecuado para un
joven inquieto como era Winston de modo que, aprovechando un permiso (y el
encargo de un rotativo británico que cubrió parte de sus gastos), partió hacia
Cuba, azotada en aquellos momentos por la rebelión contra España en calidad de
observador militar.
Su
estancia en la isla antillana, en la que descubrió su afición por los cigarros
habanos y los beneficios de la siesta, inició también su carrera literaria en
forma de las crónicas de guerra que enviaba a Londres.
Y su
bautismo de fuego tuvo lugar precisamente allí, el día de su vigésimo primer
cumpleaños. Y tuvo también una recompensa inesperada pues los españoles le
concedieron la Cruz del Mérito Militar (con distintivo rojo) por ser un oficial
en activo (y, en teoría, por haberse desempeñado en acción).
Tras su
estancia en el Caribe, Winston regresó a la patria donde se le comunicó su
traslado a la India. Era el mes de Octubre de 1896.
Para los
jóvenes oficiales, ansiosos de medallas y de aventuras, la India era un destino
muy apetecido mas, en aquellos años finales de lo que se dio en llamar
"Época Victoriana", solamente restaba un punto verdaderamente
conflictivo en todo el subcontinente y ese era el de la frontera Noroccidental
que lindaba con Afganistán, el legendario Paso de Khyber y las feroces tribus pashtunes que campaban en sus riscos.
Guerreros Pashtunes del Khyber |
Pero lo
que le esperaba en tan exótico no era sino la abulia de la vida de guarnición
en Bombay, donde la actividad más excitante eran los partidos de polo entre los
equipos regimentales. Mas, no se sabe si por suerte o por mover los hilos
adecuados, pronto se vio transferido al escenario de los sueños de tantos
escolares de aquella generación y de tantas precedentes: la frontera
Noroccidental.
De aquella
experiencia, la supresión de una revuelta en aquellos inhóspitos roquedales,
quedó su primera obra de entidad The
story of the Malakand Field Force en la que exponía, entre otras cosas,
algo característico en las campañas coloniales: la superioridad de la potencia
del fuego frente al número. Muy pronto podría contemplar eso mismo pero a una
escala mucho mayor.
Trasladado
a Egipto en 1898, Churchill legó a tiempo para sentar plaza en el 21º de
Lanceros y tomar parte en la última gran campaña colonial de la Era Victoriana:
la Batalla de Omdurman (27 de Septiembre de 1898) en la que una fuerza
combinada anglo-egipcia, al mando del general Sir Herbert Kitchener, derrotó a
las tropas mahdistas en una postrera, pero cumplida venganza, por la muerte del
general Gordon en Jartum apenas quince años antes.
En esta
campaña, donde la caballería británica tuvo su
última y más galante acción, Churchill se vio de lleno en la refriega y
solamente su pericia como jinete y la Mauser C-96 que portaba le salvaron de
una muerte segura. El 21º se batió con honor pero fueron, más bien, los fusiles
Lee-Metford y las ametralladoras Maxim los que dieron cuenta de las fuerzas
mahdistas, cuyo arrojo en el combate valieron hasta un poema de Rudyard Kipling[1].
Aquí, como antes en la India, tuvo tiempo Churchill de componer una de las
obras más ilustrativas sobre el imperialismo británico y sobre la guerra
colonial: The River War, publicada en
1899, año en el que renunció a su puesto en el escalafón militar para dar
comienzo a su carrera política, saldada con un fiasco en la elección de
diputados del distrito de Oldham en aquél miso año. Como candidato conservador,
Churchill fue derrotado por los liberales de modo que, sin escaño y sin plaza
en el Ejército, volvió sus ojos a otro conflicto que empeñaba a las fuerzas
británicas en las distantes colonias de África del Sur y allá se encaminó como
corresponsal del rotativo Morning Post.
Estar
recluido a cientos de kilómetros de las líneas británicas, en medio de
territorio enemigo y sin hablar un ápice de afrikaans (un derivado del holandés
con términos en francés, alemán , inglés e incluso bantú) era suficiente para
que cualquier persona sensata se resignase al cautiverio mas no fue este el
caso de Churchill, terco e indómito donde los hubiera, y protagonizó una
espectacular evasión.
Buscado
por los bóers, que ofrecieron la exigua recompensa de 25 libras por
su captura,
y auxiliado en su fuga por un uitlander[2] británico,
Churchill cubrió cerca de quinientos kilómetros antes de ponerse a salvo en las
posesiones portuguesas de Delagoa (Mozambique).
Retornado
a las líneas británicas, continuó enviando sus crónicas hasta la captura de Pretoria.
De su experiencia sudafricana quedaría la obra que recogía sus crónicas y que
se tituló The Boer War. London to
Ladysmith via Pretoria and Ian Hamilton's March y que se publicó al poco de
regresar a Gran Bretaña en 1900, a tiempo de presentarse a la elección
nuevamente por Oldham donde, esta vez sí, las narraciones de sus aventuras le
aseguraron el escaño.
No habría
ya más aventuras en parajes exóticos. Pero aún estaba muy lejos Downing Street.
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