sábado, 25 de febrero de 2012

EL BUEN ALEMÁN DE NANKÍN


Todo el mundo sabe quien fue Oskar Schindler. Algunos menos saben algo de Raoul Wallenberg, de Giorgio Perlasca o de Ángel Sanz Briz, pese a que éste era español. Todos tienen en común que salvaron de la muerte a muchos de sus semejantes, el primero a través de sus empresas y los otros tres, los “ángeles” de Budapest, en los puestos diplomáticos de sus respectivas embajadas durante lo peor de las deportaciones de judíos húngaros a los campos de exterminio.
Raoul Wallenberg
Oskar Schindler

Giorgio Perlasca


Ángel Sanz-Briz
Sin embargo casi nadie sabe nada de John Rabe. Quizás porque su actuación tuvo lugar en un conflicto bastante poco conocido; tal vez porque no salvó a judíos, que es algo muy vendible cinematográficamente hablando o muy útil como lavado de conciencia tras el Holocausto. Rabe fue alemán, como Schindler, y nazi, como aquél, pero no salvó judíos sino chinos y  mucho antes de que el Mundo hubiera oído hablar de Auschwitz.
A mediados de los años treinta del siglo XX China atravesaba uno de los peores momentos de su historia A la presencia de las potencias extranjeras en el país, en forma de ventajosísimas concesiones comerciales y de extraterritorialidad, se unía el fenómeno de la guerra civil desde 1927 y la intervención directa de Japón desde 1931.


Efectivamente China estaba gobernada, al menos en teoría, por el Partido Nacionalista Revolucionario (Kuomintang) cuya cabeza visible era el general (luego Generalísimo) Chiang Kai Chek que presidía un gobierno establecido en la ciudad de Nankín. El Kuomintang se embarcó en la tarea de sacar el país de su secular atraso y del caos subsiguiente a la caída del viejo imperio. En esta labor contó con el apoyo del diminuto Partido Comunista China hasta que, en 1927, Chiang rompió la colaboración y se dedicó en cuerpo y alma a su eliminación.


Esta situación de guerra civil fue aprovechada por Japón, uno delos vencedores de la Primera Guerra Mundial, que había obtenido parte de las concesiones que Alemania hubo de ceder tras su derrota y que se mostraba claramente insatisfecho por sus ganancias. Buscó ampliar sus posesiones en el continente (ya era dueño de la península de Corea) y puso sus ojos en la región nordeste de China, Manchuria, como objetivo maduro.


Tras una invasión sin complicaciones, una débil respuesta china (en guerra civil) y una gélida tibieza por parte de la Sociedad de Naciones, los japoneses establecieron el protectorado de Manchukuo con el último emperador de China, Pu Yi, como gobernante títere. Para ese entonces ya existían unas muy especiales relaciones entre Alemania y China. Estas relaciones se debían a varios factores, entre ellos la masiva emigración de técnicos alemanes a China en busca de mejores expectativas laborales, la presencia de empresas alemanas en China ya desde antiguo, la simpatía que despertaban los alemanes entre el gobierno chino debido a que ya no poseían intereses ni territorios en el país y, más opacamente, porque muchos militares alemanes en paro se convirtieron en instructores de los ejércitos chinos.
Todo el mundo asocia a Japón y a la Alemania nazi como los miembros punteros del Eje Fascista Imperialista pero, durante varios años, Hitler tuvo en mente a la China Nacionalista como aliado preferente. De hecho, entre 1934 y 1938, el Tercer Reich suministró a Chiang Kai Chek instructores, armamento y equipamiento de toda clase a la vez que el prestigio y la presencia alemana en China se incrementaban.


John Rabe era un gran conocedor de China pues estaba en el país desde que llegara en 1910 como ingeniero de Siemens AG. Su trayectoria profesional siempre estuvo ligada a China por lo que era una personalidad en la comunidad extranjera de Nankín.



El 7 de julio de 1937 los japoneses dieron inicio a una segunda fase de su penetración en China toda vez que el Kuomintang y los comunistas parecían haber llegado a un acuerdo para crear un frente unido antijaponés el año anterior. La ofensiva japonesa desbarató la resistencia de las tropas chinas pese a episodios tan duros como los combates en el área de Shanghai (donde se distinguió la 88 división china, una unidad formada según los estándares alemanes y dirigida por jefes de esa nacionalidad).


En diciembre de 1937 las tropas japonesas entraron en Nankín y, durante las siguientes seis semanas, se entregaron a una orgía de asesinatos, violaciones, pillaje y destrucción en lo que la Historia llamaría el “Saco de Nankín”.   
Los extranjeros residentes en Nankín,  horrorizados por la salvaje actitud del ejército japonés que incluso llegó a liberar de mando a sus unidades otorgándoles carta blanca para hacer lo que les viniese en gana, organizaron el que sería conocido como Comité Internacional para la Zona Segura de Nankín. 


Comité Internacional. John Rabe es el tercero por la izquierda
Zona  de Seguridad de Nankín
Dado que Rabe era un notorio militante nazi, y en orden a la potencial influencia de Alemania sobre Japón, fue elegido presidente del comité con la esperanza de que pudiera mediar ante los mandos japoneses. Como quiera que los nuevos samuráis no quisieran saber nada de mediaciones los trabajos del Comité se llevaron a cabo bajo una tremenda presión. Se consiguió, no obstante, crear un área de unos cuatro kilómetros cuadrados bajo la protección diplomática de las embajadas y consulados acreditados en la ciudad. Se calcula que más de doscientas mil personas salvaron la vida gracias a esta iniciativa a pesar de que los japoneses no siempre respetaron la, al menos teórica, impunidad de la Zona Segura.


Visto desde nuestra perspectiva pudiera parecer grotesco, pero no por ello menos cierto, que la bandera de la cruz gamada sirviera de refugio a tantas personas. John Rabe fue el alma del Comité Internacional y estuvo decidido a mostrar al mundo los horrores vividos en Nankín. Vuelto a Alemania en marzo de 1938, y llevando consigo su diario y numerosa documentación gráfica, escribió personalmente a Adolf Hitler para hacer público al Mundo la magnitud de la tragedia que había contribuido a paliar.
Escena de la película John Rabe (2009), no estrenada en España



Pero la política alemana estaba basculando y ahora Japón tenía preferencia como aliado potencial. La Gestapo detuvo a Rabe y se incautó y destruyó el material gráfico relativo a la Masacre y le obligó a guardar silencio sobre el tema. Luego vendría la Segunda Guerra Mundial. Rabe sobrevivió a la misma y obtuvo el certificado de desnazificación gracias a su actuación en Nankín. Murió en Berlín en 1950.
Su diario, titulado Masacre en Nankín, fue publicado en 1966 convirtiéndose en una fuente indispensable para el estudio de la guerra chino-japonesa.


Irónicamente, si el resto del Mundo se olvido de Rabe los chinos no lo hicieron y en 1997 el gobierno de la República Popular China, dispensó honores a aquél nazi que salvó a tanta gente, a veces arriesgando su propia vida.  Su lápida fue instalada en el memorial dedicado a las víctimas del Saco de Nankín.


El legado de John Rabe es de extrema simpleza. Por encima de las razas, por encima de las ideologías, por encima de las banderas existe algo que nos iguala a todos a la par que nos distingue: Humanidad. 

lunes, 6 de febrero de 2012

FORJA DE HÉROES: La primera Laureada de José Varela Iglesias


Marruecos fue, junto con Etiopía en 1935-1936, el último estado soberano de África que acabó bajo la égida europea en lo que fue el postrero ajuste de cuentas colonial después de la Gran Guerra.


Entrado ya el Siglo XX España libraba una terrible y sangrienta guerra en el Norte de Marruecos para justificar su papel de "potencia protectora" sobre la parte del país que los acuerdos entre franceses y británicos le habían adjudicado.


En aquél conflicto, que se extendió desde 1909 a 1927, surgieron dos Cuerpos del renombre de los Regulares y el Tercio (la Legión) y un puñado de guerreros destinados a hacerse una reputación en aquellos desolados parajes. Uno de ellos fue José Varela Iglesias, el único soldado español que obtuvo la Cruz Laureada de San Fernando a título individual  dos veces por acciones de combate.















La primera, conocida como la acción de Rumán o de la cueva de Rumán, tuvo lugar el 20 de Septiembre de 1920. Una columna volante evolucionaba trabajosamente hacia el interior de la cabila de Anyera, cerca del monte Muires.


 El camino, ejemplo de vía pecuaria de montaña, era una sucesión de curvas entre elevaciones, el lugar ideal para una emboscada.

Cuando se hallaba internada en el angosto paso, la columna empezó a ser tiroteada desde las alturas que dominaban el camino.

Desde el seguro refugio que proporcionaba la conocida como cueva de Rumán, un grupo de francotiradores empezó a diezmar a las fuerzas españolas.

En esas circunstancias, y aplicando los conocimientos sobre la forma de luchar del guerrillero yebalí y del terreno donde tenía lugar la acción, era más que probable que si se intentaba un repliegue ordenado, la propia situación haría imposible la maniobra evasiva.  

Por otra parte, si se optaba por la desbandada general, los guerrilleros alentados por la huida enemiga, podrían abandonar sus parapetos y lanzarse a perseguir a los fugitivos. En ambos casos la pérdida sería total.

Sea como fuere, las escenas de desbandada empezaron a darse pronto. Los regulares, buenos soldados pero inadecuadamente utilizados según los cánones de guerra occidentales empleados por los oficiales españoles y con la moral muy fragmentada a causa de los desaciertos de los mandos, reaccionaron en función a su grado de veteranía. Los bisoños abandonaron los fusiles y huyeron a la desbandada, los de más experiencia permanecieron junto a sus jefes respondiendo al fuego enemigo aunque no sirviera de nada puesto que la boca de la cueva quedaba fuera del campo de tiro dominante desde el camino.
  

   Ante lo crítico de la situación, algún oficial propuso un asalto a la posición enemiga pero tanto la situación de la misma como la moral de la tropa desaconsejaban acciones desesperadas. La única opción válida, pero tremendamente arriesgada, consistía en rodear las inmediaciones de la cueva y luego aproximarse a la misma y desalojar a los tiradores enemigos.
Estaba claro que una operación como esa debía de ser llevada a cabo por un pequeño pelotón ya que si toda la columna se hubiese desplegado, los rebeldes lo hubiesen advertido.

Varela solicitó permiso al oficial al mando para ejecutar la operación. Evidentemente, las posibilidades de éxito eran reducidas pero el jefe de la columna no puso ninguna objeción a que el teniente, al menos, lo intentara.
Varela seleccionó a veintitrés regulares, la mayoría de ellos veteranos de las primeras campañas de 1914 – 1915.

El plan era muy simple: escalar el repecho que conducía a la cueva y, una vez en posición, asaltarla y tomarla.
Los veinticuatro hombres del pelotón de asalto iniciaron la maniobra. El ascenso, además de difícil, debía ser llevado a cabo con precaución de no ser localizado por los rebeldes.

Una vez alcanzada la posición de ataque se presentó un problema muy serio: la corta distancia entre los regulares y los guerrilleros hacía que disparar el fusil se convirtiese en una dificultosa tarea. La única solución era la de descartar los fusiles y atacar con granadas de mano y bayonetas y gumías.

A una señal de Varela, sus hombres lanzaron granadas y, seguidamente, entraron en la cueva donde se inició un violento cuerpo a cuerpo con los rebeldes.

En veinte minutos acabó todo y el interior de la cueva estaba lleno de muertos y de heridos que gemían.

De los veintitrés hombres que acompañaron a Varela, dieciséis habían resultado muertos o heridos. También cayeron veintiséis rebeldes y se hizo un prisionero.